Por más de 47 años, Olga Cruz ha dedicado su vida a un arte que mezcla fe, tradición y dedicación. Desde su pequeño taller en Salcedo, ha confeccionado trajes para el Niño Dios, vírgenes y santos, manteniendo viva una tradición que conecta a generaciones enteras con sus creencias más profundas.
“Ya me estoy envejeciendo”, confiesa con una sonrisa melancólica mientras organiza hilos y telas. “Este trabajo ha sido mi vida, pero los años no pasan en vano. Espero que este sea el último, porque ya no puedo más”.
El corazón detrás de los trajes
Olga no solo diseña y confecciona ropa religiosa; cada pieza lleva consigo una historia. Ha vestido al príncipe San Miguel de Píllaro, a la Virgen del Cisne y a la Virgen de Baños, entre otros. Su nombre es conocido en comunidades de Cuenca, Guaranda y más allá. “Creo que por eso mi Diosito me bendice donde quiera que vaya”, comenta con humildad.
En su taller, los pedidos no cesan, especialmente en diciembre. Desde mantos pequeños hasta elaborados trajes llenos de detalles, Olga atiende con paciencia y dedicación a cada cliente. “Un manto grande me toma tres días, y los pequeños unas tres horas. No importa el tiempo, lo importante es que quede bien para la imagen”, explica mientras muestra uno de sus diseños más recientes.
Un arte que desafía al tiempo
A lo largo de los años, Olga ha perfeccionado su técnica. Algunas prendas las cose a mano y otras con máquina, dependiendo de los pedidos. Además, ofrece precios accesibles, con mantos desde tres dólares en adelante, para que nadie se quede sin la posibilidad de vestir a sus santos.
Sin embargo, detrás de su sonrisa y su habilidad, hay una preocupación creciente: su legado podría desaparecer. “Mis hijos trabajan lejos, y no hay quien quiera continuar con esto. Es triste pensar que este arte se pierda, porque no es solo costura, es parte de nuestra historia”, reflexiona con un dejo de nostalgia.
El peso de los años
Olga reconoce que el paso del tiempo ha comenzado a cobrarle factura. Su vista ya no es la misma, y las fuerzas empiezan a fallarle. Aunque algunas personas le han propuesto comprar su negocio, todavía no está lista para dejarlo. “Mis amigas me dicen que siga, pero ya basta. Los años pesan, y uno no puede luchar contra eso”, admite.
A pesar de todo, su amor por este trabajo la mantiene en pie. “Este oficio me ha dado tanto, y quiero que alguien lo valore. Si alguna de las chicas que trabajaron conmigo lo quiere, me encantaría dejarles el taller, pero aún no sé qué pasará”, comparte mientras guarda un manto terminado.
Una tradición que une a un pueblo
Más allá de los trajes, el trabajo de Olga representa una conexión profunda entre las comunidades y su fe. Cada diciembre, su taller se convierte en un lugar de encuentro donde familias y devotos buscan mantener vivas sus tradiciones.
“Esto no debería perderse. Es parte de lo que somos como pueblo. Mientras pueda, seguiré aquí, haciendo lo que amo y ayudando a que otros también vivan su fe a través de mi trabajo”, concluye con determinación.
La historia de Olga Cruz es un ejemplo de amor por la tradición y de cómo el esfuerzo de una persona puede impactar a toda una comunidad. Su taller, más que un espacio de costura, es un lugar donde las manos hábiles transforman la tela en esperanza, devoción y legado.